El calor de una mañana de agosto hacía que se le pegase la sábana que cubría el colchón de su cama. Se le pegaba irremediablemente a la piel humedecida por el sudor que no terminaba de definirse del todo y que simplemente hacía acto de presencia allí, en su cuerpo, como si quisiera hacer de él un adhesivo de telas incómodas simplemente. Terminó incorporándose sin saber muy bien qué quería hacer. Simplemente estaba allí. La habitación le arropaba con una penumbra que le gritaba que el sol ya estaba entrando por el hueco de la persiana que dejó abierto para que entrara aire por la noche. El día anterior había estado trabajando con el taxi como cada día. Hoy debía levantarse para volverlo a hacer.
El servicio estaba roto. No se planteaba desayunar. Tampoco había cenado. Apenas tenía en el cuerpo alguna cosa que picoteó el día anterior para comer. Se lo recordaba un estómago que había comenzado a hacer algún sonido en protesta cuando se había levantado para ir al servicio roto a orinar. Se vistió con la ropa que menos trabajo le producía ponérsela y no se fue a la calle en busca de su coche sin asear, apenas peinado. Pensaba que ya se había bañado antes de acostarse y eso era suficiente.
Sentarse en el salón le producía intranquilidad. Se fue a la nevera en busca de algo de leche. La cocina estaba tan sucia como el resto de días de las dos últimas semanas. A veces le sorprendía porqué nunca encontraba una cucaracha. Abrió la nevera y la luz automática le iluminó ante sus ojos un bote metálico con la etiqueta quitada que no recordaba haber dejado él allí. Lo cogió para mirarlo, para intuir qué tendría en su interior. Cuando lo volvió a dejar en la fría y gélida balda de la que lo cogió, estaba realmente inquieto. No recordaba haber comprado ese bote. No recordaba haberle quitado la etiqueta. Sobre todo, no recordaba haberlo metido en la nevera. Se olvidó de la leche. Se fue contrariado al salón y volvió a sentarse en su sofá, que tenía uno de sus brazos modestamente dañado en su forro, mostrando por entre una brecha su espumillón, como si de una herida delatora de la dejadez se tratara. Aquel bote metálico era imposible que estuviera en la nevera. Volvió a levantarse a abrir la nevera. Seguía allí, sin etiqueta. Cerró la nevera. Dio una vuelta en círculo a la cocina tratando de comprender, de darle una lógica. Volvió al salón y se asomó por la ventana. Un hombre estaba comprando un periódico en el kiosco del otro lado de la calle.
-¿Ha sido usted? – le gritó, pero el hombre ni siquiera se dio por aludido ante una pregunta que no tenía apariencia de ser dirigida a él en principio.
Volvió a la cocina. Tenía que hacer algo con aquel bote, tomar una decisión. Abrió de nuevo la nevera. Cogió el bote más para manosearlo, buscarle en el tacto un conato de irrealidad que le devolviera a la realidad. Pero el bote era real. Sin etiqueta. Con su misterio. Y lo colocó en la fría gélida balda de abajo, junto al tarro donde había metido los dedos cortados de los últimos niños. Cerró la nevera y volvió al salón.
Mientras se mesaba el pelo con las dos manos, intentaba pensar quien podría haber entrado en casa. El casero no podía ser. Desde hacía varios meses había llegado a un acuerdo con él para que no entrara en el piso. Este ya le había dado un par de toques debido a la suciedad de la vivienda, pero algo de dinero extra al mes le tranquilizó y no volvió a molestar más. Si se le hubiese ocurrido entrar, lo pagaría caro.
Lo que estaba claro es que alguien había entrado y había dejado ese puto bote allí. Decidido, fue a la cocina de nuevo y volvió a abrir la nevera. Tomó el bote y lo dejó sobre la cochambrosa mesa a la vez que buscaba con la vista el abrelatas. Lo encontró bajo una pila de platos sucios y con gesto serio se dispuso a abrirlo. Al introducir la parte afilada del abrelatas en la tapa, saltó algo de líquido sobre la mesa. Con cuidado, se inclinó para observarlo y comprobó que se trataba de un líquido transparente y viscoso. Continuó abriendo el bote y cuando pudo, dobló la tapa para ver que contenía en su interior.
En ese momento, alguien llamó a la puerta. Indiferente y con el sudor corriendo por su cara, permaneció inmóvil sujetando el bote mientras miraba lo que contenía. Eran dedos. De niño. Unos seis o siete dedos de niño nadando en almíbar. Dejó el bote sobre la mesa y abrió la nevera para coger el tarro de cristal donde guardaba los dedos. Tras destaparlo, comenzó a contarlos. Salían veintitrés. Y tenía que haber treinta. Se sentó en una silla y volvió a contar los dedos del tarro. Veintitrés. Cogió el bote, terminó de abrirlo y contó los dedos en almíbar. Siete. Volvieron a llamar a la puerta.
Lentamente se levantó de la silla y con la mirada perdida cogió uno de los platos sucios que había en la pila. Lo dejó sobre la mesa y echó cuidadosamente los dedos en almíbar en el plato. Con las manos apoyadas sobre la mesa miró fijamente los dedos. En ese momento, alguien abrió la puerta de la casa y entró hasta el salón. Ajeno a esto, en la cocina, varios pensamientos se agolparon de pronto en su cabeza. ¿Qué clase de desequilibrado había entrado en su piso, había descubierto el tarro que guardaba en la nevera, había sacado siete dedos, los había almibarado y los había metido en un bote metálico?
-¿Quién? – balbuceó en voz baja sin quitar los ojos del plato.
- ¡Yo! – contestaron a su lado.
Giró la cabeza sorprendido y vio al hombre del kiosco, con un periódico doblado bajo el brazo. Con extrema rapidez, el hombre del kiosco metió la mano en el periódico, agarró un cuchillo de carnicero y con un golpe seco seccionó los dedos de la mano derecha del taxista.
- ¿Te ha gustado mi regalo? – dijo el hombre del kiosco mientras cortaba de otro golpe sobre la mesa los dedos de la mano izquierda.
El taxista quería gritar, pero la voz no quería salir de su garganta. La hemorragia era muy escandalosa y en pocos segundos la mesa y el suelo se llenaron de sangre. Sobrecogido, miraba sus manos mutiladas y la cara de su agresor mientras se arrodillaba lentamente en el suelo de la cocina.
- Amigo, esta ciudad es muy pequeña para que convivan dos psicópatas – explicaba con serenidad el hombre del kiosco-. Entiéndelo, no es nada personal, pero entre bomberos no nos vamos a pisar la manguera – concluyó con una media sonrisa.
De un golpe certero seccionó la yugular del taxista, que cayó hacia delante como un saco de escombro sobre las baldosas ensangrentadas. El hombre del kiosco observó el cuerpo inerte y después cogió un trapo harapiento que se encontraba sobre la mesa. Cuidadosamente limpió sus manos, el cuchillo de carnicero y por último, y con gesto de contrariedad, sus zapatos. Luego miró el plato, tomó uno de los dedos y se lo llevó a la boca.
-Hay que ver que rico me sale el almíbar.
DANIEL L.-SERRANO “CANICHU” / EL KOPROFAGO
Esta fue mi participación en la continuación de un relato propuesto por el blog Noticias de un espía en el bar para celebrar su post número 1000 en Octubre de 2009. En el blog se proponía el inicio del texto, que va desde el comienzo hasta “...Cerró la nevera y volvió al salón”. Después de un año lo traigo por aquí y recomiendo encarecidamente la visita al blog del Espía del Bar.
1 comentario:
Más vale tarde que nunca. XD
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